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«Lo Imborrable», Juan Saer

Para JUAN PABLO RENZI
Alma, inclГnate sobre los cariГ±os idos
Pasaron, como venГa diciendo hace un momento, veinte aГ±os: anochece. DГa tras dГa, hora tras hora, segundo a segundo, desde que, por entre sus labios ensangrentados me expeliГі, inacabado, a lo exterior, esto no para, continuo y discontinuo, a la vez, el gran flujo sin nombre, sin forma y sin direcciГіn, -pueden llamarlo como quieran, da lo mismo- en el que estoy ahora, bajo los letreros luminosos que flotan, verdes, amarillos, azules, rojos, violetas, irisando la penumbra en la altura sobre la calle, en el anochecer de invierno.
Y encima, mГЎs que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavГa reptiles. Pocos, muy pocos, aspiran a pГЎjaro -aquГ o allГЎ-, entre lo que repta, babea, acecha, envenena,en algГєn rincГіn oscuro, y a veces sin haberlo deseado alguna causa ignorada por Г©l mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extraГ±eza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrГЎs todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de quГ© condiciГіn temible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como Г©l mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbiseo, con saГ±a trabajosa y obtusa, sin escrГєpulos y quizГЎs sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensado o deseado, la defensa, la multiplicaciГіn, la persistencia, el territorio de la especie reptil.
– ¿Tomatis? ¿Carlos Tomatis?
Me paro. Lo escruto. El tipo que, despuГ©s de interrumpir mi proyecto mental de redacciГіn -metГЎfora de mis contemporГЎneos- me intercepta en la vereda tendiГ©ndome la mano con una sonrisa acaramelada, parece inofensivo, insignificante a decir verdad, pero por el modo en que estГЎ vestido se ve a la legua que, si tiene problemas, y un brillo afligido en los ojitos parecerГa traicionar que los tiene, esos problemas no son financieros. Aparte de eso es cincuentГіn largo, pelado, y entre la nariz ordinaria y la boca que deja ver una dentadura amarillenta, cuando habla o se sonrГe se le estremece un bigotito entrecano. El deseo mГЎs evidente que despierta su proximidad, es el de darle una cachetada. Pero esa posibilidad fatiga de antemano, porque se tiene la impresiГіn de que el brillo afligido de los ojos aumentarГa, suplicando por recibir la siguiente. De modo que, optando por una soluciГіn intermedia, me inflo un poco, enarco lo mГЎs posible las cejas, y desde mi altura supuestamente ofendida -le llevo una cabeza-, altivo y receloso, lo interrogo:
– ¿Por?
Aunque parezca mentira, mi desconfianza ostentosa lo satisface. Da la impresiГіn de haber descontado en mГ esa reacciГіn -vaya a saber quГ© ideas ridГculas se forja sobre mi persona- pero antes de hablar mira rГЎpido a su alrededor, convencido de que lo que estГЎ por decir es riesgoso y decisivo, y baja un poco la voz aunque la vereda, a causa del frГo o de la hora, o de los tiempos que corren probablemente, estГЎ casi desierta bajo los letreros de neГіn de todos colores que se encienden y se apagan en el anochecer.
– Alfonso. Es mi apellido. Tenemos amigos comunes en Rosario.
– ¿Qué amigos comunes?
Me lanza una lista de cuatro o cinco y, puesto que no vacila un segundo en responder, infiero que la tiene preparada. Dejo correr unos momentos para demostrarle que estoy examinando al detalle sus proposiciones -si podemos llamar proposiciones a sus frasecitas vanamente seductoras- y tambiГ©n porque su sonrisa, que estГЎ diciendo todo el tiempo yo a usted lo admiro, conozco muchas de sus anГ©cdotas por nuestros amigos comunes, etc. etc., incita a la severidad.
– Al pelo -le digo. -¿Y qué se le ofrece?
– En primer lugar, el gustazo de conocerlo y felicitarlo por sus artГculos.
– Qué me estará por pedir -dijo, con desconfianza pensativa.
Se echa a reГr -si podemos llamar risa al estremecimiento de su bigote entrecano y a la acentuaciГіn del brillo afligido de sus ojitos que acompaГ±an los sacudimientos entrecortados de los hombros y la cabeza. A decir verdad, tambiГ©n yo me rГo. Los dos hemos comprendido que la expresiГіn en voz alta de mi sospecha, formulada en estilo parГіdico evidente, supone un principio de aceptaciГіn, yo mГЎs a pesar de mГ que el tal Alfonso, de quien no me cabe la menor duda que aprovecharГЎ la grieta que acabo de ofrecerle para colarse en mi intimidad e instalarse, si le es posible, con todo el confort necesario en el interior. MГЎs que seguro por otra parte que, tal como lo dije en voz alta, tiene la intenciГіn de pedirme algo por estar convencido de que yo puedo ofrecГ©rselo, algo que, de todos modos, sea lo que fuese, si se tiene en cuenta el brillo insoportable de sus ojitos, no le servirГЎ de nada. El hecho mismo de que venga a pedГrmelo a mГ prueba que ya estГЎ mal encaminado: a mГ que, aunque ya no estГ© en el Гєltimo escalГіn del sГіtano, ese contra el que viene a golpear, chirle y pesada, el agua negra, a causa de los esfuerzos que he debido hacer en los Гєltimos meses para no dejarme tragar, aun cuando no estГ© ya en el Гєltimo escalГіn, moralmente hablando, de la especie humana, aun cuando despuГ©s de la muerte de mi madre en marzo haya empezado a subir, estoy a pesar de todo todavГa en el penГєltimo. Debo ser modesto y reconocer el trayecto cumplido sin triunfalismo: no ya en el Гєltimo escalГіn de la especie humana, como en Navidad por ejemplo, o en enero y febrero en que, aparte de somnГferos y tranquilizantes podГa tomar cuatro o cinco litros de vino por dГa, y en que pasaba el tiempo entero de la vigilia sentado frente al televisor mientras ella iba muriГ©ndose de a poco en la habitaciГіn de al lado; no, de ningГєn modo en el Гєltimo ya, y no estoy para nada jactГЎndome, sino en el penГєltimo. Durante meses y meses estuve en el Гєltimo: el agua negra barrosa me manchaba los zapatos, las medias, las botamangas del pantalГіn y un golpecito nomГЎs, un soplo, me hubiese mandado al fondo. De modo que ahora mismo me estoy preguntando si no habrГa de mi parte cierta maldad en hacerle creer, considerando el lugar en el que me encuentro – el penГєltimo escalГіn de la escala humana- que puede esperar algo de mГ. Importa poco lo que Г©l quiere que los otros perciban primero de sГ mismo: a pesar de su ropa cara, juvenil, de su sonrisa zalamera y de sus aires joviales de triunfador, Г©l tal Alfonso exhala pura aflicciГіn.
– Lo vi venir desde la ventana del bar y me atrevà a cruzarme para presentarme, aunque de todos modos pensaba llamarlo mañana por teléfono. ¿Se para a tomar una copa con nosotros?
Por supuesto, no estoy dispuesto a aceptar: porque un perfecto desconocido, por mГЎs amigos comunes que pretenda tener conmigo en Rosario me aborde en la calle, en estos tiempos en que casi todos son todavГa reptiles, y me proponga pagarme un trago, no voy a comportarme como una vulgar copera. Pero el nosotros me intriga, y lo primero que me imagino es un grupito de viajantes de comercio, representantes de artefactos elГ©ctricos, mayoristas de ropa de cuero, de fideos que, despuГ©s de haber hecho las cuentas del dГa y haber despachado los formularios de venta a Rosario o Buenos Aires desde sus cuartos de hotel, se juntan entre colegas en un bar del centro a tomar el aperitivo antes de la cena.
– Francamente no puedo -le digo. -Me esperan en otro lado a las siete y ya tengo media hora de atraso.
– Crúcese un minuto. Le presento a una persona que se desvive por conocerlo y después lo dejamos en libertad. Es una de las grandes adquisiciones de Bizancio.
– Ya caigo -le digo. -El famoso Alfonso de Bizancio. No se me ocurriГі que podГa ser un apellido.
– ¿Me reconoce ahora? -dice Alfonso.