Гарнитура:GeorgiaVerdanaArial
Цвет фона: Режим чтения: F11 | Добавить закладку: Ctrl+D
Следующая страница: Ctrl+→ | Предыдущая страница: Ctrl+←
Показать все книги автора/авторов: Grandes Almudena
«EL CORAZГ“N HELADO», Almudena Grandes
ГЌndice
Primera parte: El corazГіn
Segunda parte: El hielo
Tercera parte: El corazГіn helado
Al otro lado del hielo (Nota de la autora)
A Luis.
A Mauro, a Irene y a Elisa Os guardo yo
Una de las dos EspaГ±as ha de helarte el corazГіn.
Antonio Machado
Estoy cansada de no saber dГіnde morirme. Г‰sa es la mayor tristeza del emigrado. ВїQuГ© tenemos nosotros que ver con los cementerios de los paГses donde vivimos? […]
ВїNo comprendГ©is? Nosotros somos aquellos que miraron sus pensamientos uno por uno durante treinta aГ±os. Durante treinta aГ±os suspiramos por nuestro paraГso perdido, un paraГso nuestro, Гєnico, especial. Un paraГso de casas rotas y techos desplomados. Un paraГso de calles desiertas, de muertos sin enterrar. Un paraГso de muros derruidos, de torres caГdas y campos devastados […] PodГ©is quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de EspaГ±a […] Dejadnos las ruinas. Debemos comenzar desde las ruinas. Llegaremos.
MarГa Teresa LeГіn, Memoria de la melancolГa
(Buenos Aires, 1970)
Lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente.
JosГ© Ortega y Gasset
Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elГЎstico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabrГa cГіmo llamar. Por eso me fijГ© en ellas, plantadas como ГЎrboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin mГЎs abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenГan sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habГan abrochado las chaquetas, tambiГ©n de punto y gruesas, mГЎs oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecГan entre sГ tanto como las mujeres. Todos tenГan la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, reciГ©n afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, ГЎrboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
Mi padre tambiГ©n despreciaba el frГo, y a los frioleros. Lo recordГ© en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habrГa dicho Г©l, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladГsimo. A principios de marzos el sol sabe engaГ±ar, fingirse mГЎs maduro, mГЎs caliente en las Гєltimas maГ±anas del invierno, cuando el cielo parece una fotografГa de sГ mismo, un azul tan intenso como si un niГ±o pequeГ±o lo hubiera retocado con un lГЎpiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montaГ±as al fondo, los picos aГєn enjoyados de nieve y algunas nubes pГЎlidas deshilachГЎndose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfecciГіn de un espejismo de la primavera. QuГ© buen dГa hace, habrГa dicho mi padre, pero yo tenГa frГo, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frГЎgil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis [15] tobillos. TendrГais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decГa Г©l cuando Г©ramos pequeГ±os y nos quejГЎbamos del frГo que hacГa en su pueblo en maГ±anas como Г©sta, esos domingos de invierno en los que el cielo mГЎs bello del mundo elige amanecer en Madrid. TendrГais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordГ© entonces, mientras contemplaba el desprecio del frГo en la firmeza de aquellos hombres a los que Г©l podrГa haberse parecido, tendrГais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no le digas esas cosas a los niГ±os…
—¿Estás bien, Álvaro?
EscuchГ© primero la voz de mi mujer, luego sentГ la presiГіn de sus dedos, el tacto de una mano que buscaba la mГa dentro del bolsillo del abrigo. Mai me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa, la expresiГіn de una persona inteligente que sabe que nunca encontrarГЎ la
manera de consolar a nadie frente a la devastadora hazaГ±a de la muerte. TenГa la punta de la nariz colorada, y su pelo castaГ±o, de costumbre liso, apacible, batГa sobre su cara como si el viento lo hubiera vuelto loco.
—Sà —le confirmé enseguida—, estoy bien.
Luego apretГ© sus dedos con los mГos hasta que volviГі a dejarme solo sin apartarse un centГmetro de mi lado.
No existe consuelo frente a la muerte, pero a Г©l le habrГa gustado que le enterraran en una maГ±ana como Г©sta, tan parecida a aquellas que escogГa para montarnos a todos en el coche y llevarnos a Torrelodones a comer. QuГ© buen dГa hace, mirad ese cielo, quГ© limpia estГЎ la sierra, se ve hasta Navacerrada, quГ© maГ±ana tan buena, este aire revive a un muerto, quГ© suerte hemos tenido… A mi madre, aunque de pequeГ±a hubiera veraneado en aquel pueblo, aunque hubiera conocido a su marido allГ, no le gustaban esas excursiones. A mГ tampoco, pero a todos nos gustaba Г©l, su fuerza, su entusiasmo, su alegrГa, y por eso sonreГamos y hasta cantГЎbamos por el camino, ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras, tralarГЎ, hasta que llegГЎbamos a Torrelodones, ese pueblo tan raro que primero parecГa una urbanizaciГіn y luego una estaciГіn de tren rodeada por unas pocas casas. ВїA que no sabГ©is por quГ© se llama asГ? Claro que lo sabГamos, la torre de los lodones, esa miniatura de fortaleza, como un castillo de juguete, que se eleva sobre un cerro junto a la carretera, pero Г©l nos lo explicaba en cada viaje, es una torre antiquГsima, los lodones eran como los visigodos, para que os hagГЎis una idea… Mi padre siempre decГa que no le gustaba su pueblo, pero le gustaba llevarnos allГ, enseГ±arnos los montes, los cerros, los prados donde cuidaba las ovejas con su padre cuando era niГ±o, y pasear [16] por las calles saludando a los paisanos para contarnos luego y siempre la misma historia, Г©se era Anselmo, su abuelo era primo hermano del mГo, aquella seГ±ora se llama Amada, y la que va con ella es Encarnita, son Гntimas amigas, desde pequeГ±as, ese hombre de ahГ, Paco se llama, tenГa un genio malГsimo, pero mis amigos y yo Гbamos a robar fruta a su huerta cada dos por tres…
Paco, que al menor ruido salГa de casa con una escopeta de perdigones que nunca disparГі contra los pequeГ±os ladrones que le esquilmaban las higueras, los cerezos, era mucho mayor que mi padre y debГa de haber muerto antes que Г©l, pero Anselmo habГa venido a su entierro, y Encarnita tambiГ©n. Los reconocГ bajo la mГЎscara seca que la vejez habГa adherido a sus rostros verdaderos, las caras mГЎs redondas, mГЎs amables, que habГan sonreГdo a mis ojos de niГ±o. HabГan pasado muchos aГ±os, mГЎs de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevГі a comer a Torrelodones por Гєltima vez, y yo no habГa vuelto despuГ©s. Por eso me impresionГі tanto la imagen de aquellos ancianos, por los que el tiempo habГa pasado mГЎs deprisa y mГЎs despacio hasta desembarcarlos en una vejez diferente, tan distinta de la vejez de mi padre, que podrГa haber sido igual que ellos y al final de su vida se les parecГa menos que nunca. Tal vez cualquier otro dГa, en otra situaciГіn, en otro entierro, ni siquiera habrГa distinguido sus caras en la masa oscura y uniforme de sus cuerpos agrupados, pero aquella maГ±ana soleada y triste, azul y helada, los estudiГ© uno por uno, una por una, la reciedumbre vegetal de sus troncos, sus piernas cortas y macizas, la tiesura espontГЎnea, casi arrogante, de sus hombros viejos pero no decrГ©pitos, y el color de su piel, marrГіn, opaca,
curtida por el sol de la sierra, que estalla hacia dentro y quema sin dorar. Las arrugas verticales, profundas, largas como cicatrices, surcaban sus mejillas de arriba abajo, pero no elaboraban complejas telaraГ±as de hilos finos al borde de los ojos. AllГ tambiГ©n eran pocas, hondas, decididas, propias de un rostro tallado con un cuchillo, la herramienta del tiempo escultor que habГa escogido un buril mГЎs fino, quizГЎs tambiГ©n mГЎs impГo, para trabajar en la cabeza de mi padre.
Julio CarriГіn GonzГЎlez naciГі en una casa de Torrelodones, pero muriГі en un hospital de Madrid, con la piel muy blanca, una hija mГ©dico intensivista en la cabecera de su cama, y todos los cables, todos los monitores, todos los aparatos del mundo alrededor. En algГєn momento, mucho antes de engendrarme, su vida empezГі a diverger de la de aquellos hombres, aquellas mujeres, entre los que habГa crecido y que le habГan sobrevivido, esos vecinos del pueblo que habГan venido a su entierro como si vinieran de otro tiempo, de otro mundo, de un paГs [17] antiguo que ya no existГa, que yo habГa conocido y sin embargo no era capaz de recordar. Todo habГa cambiado tambiГ©n para ellos, yo lo sabГa. SabГa que si llegaban a tiempo, si tenГan a alguien cerca con un coche o un telГ©fono y la capacidad de pensar deprisa, ellos tambiГ©n morirГan rodeados de cables, de monitores, de aparatos. SabГa que la costumbre de salir de casa sin abrigo, sin medias, sin bolso, en zapatillas, no tenГa por quГ© estar relacionada con el saldo de sus cuentas corrientes, que engordaban desde hacГa aГ±os gracias el Г©xodo sistemГЎtico de madrileГ±os que eligen abandonar la ciudad, y pagan cualquier precio por un prado que antes apenas daba de sГ para alimentar a una docena de ovejas. Lo sabГa, y sin embargo vi en sus caras morenas, en sus cuerpos arbГіreos, en la pana desgastada de sus pantalones y el pitillo que algunos sujetaban entre los labios como un desafГo, una imagen antigua de pobreza profunda, una imagen cruel de EspaГ±a en las rodillas desnudas de esas mujeres que apenas se protegГan del frГo con una chaqueta de lana que sujetaban sobre el pecho con los brazos cruzados.
Al otro lado estaba su familia, los elegantes frutos de su prosperidad, su viuda, sus hijos, sus nietos, algunos de sus socios y las viudas de otros, unos pocos amigos escogidos, habitantes de mi ciudad, de mi paГs, del mundo al que yo pertenecГa. No Г©ramos muchos. Mi madre nos habГa pedido por favor que no avisГЎramos a nadie. Al fin y al cabo, Torrelodones no es Madrid, nos dijo, a mucha gente no le vendrГЎ bien desplazarse… Todos entendimos que preferГa enfrentarse a los conocidos en el funeral, y todos habГamos respetado sus deseos, asГ que no Г©ramos muchos, yo no habГa avisado a mis suegros ni a los hermanos de mi mujer, ni siquiera a Fernando Cisneros, que era mi mejor amigo desde que los dos empezamos la carrera juntos. No Г©ramos muchos, pero no esperГЎbamos a nadie mГЎs.